Aceptaban la escuela como un lugar adonde hay que ir cuando se es pequeño, y del que se libera al empezar a ser útil en casa. Los había hasta que pensaban que allí se iba para no molestar en casa y que la madre pudiera trabajar.
Pero, ¿que iban a pensar los pobres, si en la mayoría de las casas del pueblo había un padre o un abuelo casi analfabeto, cuyo mayor orgullo estaba en decir que él no había aprendido de "cuentas" y, sin embargo, nunca nadie le había engañado?
Poco a poco, Muriel supera su desánimo, descubre su auténtica tarea y advierte que los campesinos de Beirechea, bajo sus toscas apariencias, son personas receptivas. Y en el joven aparentemente más extraño del pueblo encuentra a un hombre afectuoso y sensible que complementa su destino humano.
Los pueblos se iban muriendo porque la gente joven se iba.
-Quiero ser maestra de pueblo -repetí-. Quiero que mis chicos puedan estudiar y tener cultura. Sólo así sabrán elegir su destino. Unos se irán, lo sé, y otros se quedarán. Seguirán en la agricultura, cultivando campos, cuidando ganados, pero serán más felices de lo que son ahora, porque, al haberlo elegido, amarán su trabajo, porque habrán tenido dos opciones y se habrán quedado con la que más les atraía.
Una interesante novela juvenil que está ambientada en el mundo rural.
Me di cuenta de repente de las pocas cosas que se necesitan en Beirechea y de todas las que aquí parecían imprescindibles, y tuve la sensación de que perdía el tiempo tontamente.
Sembraríamos cebada con nuestras manos. Sí, cebada, porque de cebada eran los cinco panes que Cristo multiplicó y queríamos que esa tierra nos recordara siempre que todos tenemos algo que podemos dar, aunque ese algo sea tan sólo unos insignificantes panes de cebada.
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